Venida
Poco sabemos de por qué, un día cualquiera, nos detenemos a mirar la naturaleza y una sensación casi imperceptible de tranquilidad y tristeza nos anuncia que perdimos algo. Como si de esa extensión de tierra emergiera una sutil melancolía. Los japoneses llamaron a este sentimiento mono no aware, y lo identificaron al observar con ímpetu las flores de cerezo, conscientes de que pronto no estarían.
En el paisaje de Traslasierra, Natalia recolecta en una pequeña canasta ramitas de aguaribay, algarrobo blanco y frutos cuyos nombres aún desconoce. Rodeada por la luz serrana, compone sus recorridos yendo y viniendo, como una hormiga que reúne hallazgos y los transporta a su guarida. De vuelta en su taller, calienta el agua para el mate y se embarca en la laboriosa tarea de crear antotípias, una técnica fotográfica que da vida a las imágenes a partir de las cualidades fotosensibles de las plantas. Este proceso explica por qué los fotógrafos creemos que nuestra disciplina roza la magia: el sol emerge, la emulsión aflora, y el azar entrega un resultado que sólo él conoce.
La técnica de las antotípias no es simple; requiere de una búsqueda atenta y de diseccionar con la mirada aquellas plantas en las que se intuye algún tipo de pigmento. Hay hojas que prometen falsamente un tinte fuerte, mientras que otras, pequeñas y grisáceas, desbordan de un color insospechado. Para saber con cuáles trabajar, se necesita entrenarse arduamente en la paciencia.
Coloca las emulsiones al sol y, sobre ellas, Natalia impregna los paisajes y vegetaciones que observa en su día a día: lavanda, lagaña de perro, romerillo y quebracho descansan sobre el papel para revelar más tarde una silueta nítida, como si se tratara de un teatro de sombras que la artista mueve para narrar los secretos que escuchó en el monte.
Estas mismas formas servirán más tarde como patrones para su universo textil, compuesto de diversas especies seleccionadas en un intento —siempre ilusorio— de clasificar la naturaleza, una labor botánica que evidencia, una vez más, ese antiguo afán humano de atesorar nuestra experiencia en la tierra. Al igual que en esa cueva sureña donde un montón de manos pintadas nos recuerdan las ganas ancestrales de tocar el mundo, Nati, en sus contornos color terracota, nos revela su deseo de guardar las tardes de otoño caminando hacia el monte, los días soleados a la orilla del río y los plumerillos meciéndose junto a su casa.
Hay un último detalle crucial en esta obra: tarde o temprano los originales desaparecerán. Sus tonalidades no son más que un espejismo de permanencia. Así como lo han intuido los japoneses, la tendencia hacia la nada es implacable. Esta obra, de igual manera, emerge y se diluye como la flor del cerezo para recordarnos que lo más valioso es estar atentos, aquí y ahora.
Agustina Puricelli –– Enero de 2025
Muestra de Natalia Rocca en Espacio Chañar, Villa de las Rosas, Córdoba. Febrero de 2025